sábado, 29 de septiembre de 2007

Padre

Padre, veo cómo cada día te debilitas, cómo cada día eres menos que ayer y pierdes un poco de tu fuerza, de tus ganas de vivir. Ahora no tienes la energía suficiente para despertarnos cada mañana con suavidad, para guiarnos por el bosque hacia la ciudad. Cada año estás más débil, porque los humanos a quienes tú nos has pedido que cuidemos son los que te están destruyendo. Porque ellos harán que desaparezcas dentro de poco, estás tan cerca de tu fin. Siento que cuando te vayas no podré decir todo lo que ahora pienso, por eso quiero que me escuches, padre, ¡Escúchame, por favor! Sé que como un hada más que habito en este bosque no debo ser especial, ni la más querida por ti, sin embargo, siento en ocasiones, que ni siquiera me quieres como quieres a mis demás hermanos.
Tú, un bosque tan grande, tienes el poder de abrazarnos uno por uno con tus hojas, y aun así, te sobra amor para entregar a los humanos, a los "otros" como les solemos decir, tus hijos celosos. Siento que por mi actuar en tiempos pasados te he desilusionado, sé que esperabas grandes cosas de mí, que esperabas que fuera la mejor y que nunca te fallara, pero la vida me llevó por otro camino. Sin alcanzar a darme cuenta, me asusté y no quise acudir a ti cuando podía hacerlo. Cuando fue tarde simplemente me resigné a mostrarme humillada ante ti, a decirte que ahora era diferente y mi cambio no te gustó. En ese tiempo sufrí mucho, pero mi dolor fue mayor cuando vi tu rostro y tu desaprobación reflejada en esos enormes ojos. Desde ese momento busqué cualquier forma para volver a ver una sonrisa en tu rostro, quería que volvieras a sentir el orgullo que alguna vez fue para mí, quería que me abrazaras orgulloso de lo bien que había logrado hacer las cosas. Que por todo el bosque se propagara la noticia de que yo era excelente y que tú me amabas de nuevo. Muchas veces tuve miedo de mirarte, porque sabía que me había convertido en un fracaso, te veía como un ser perfecto al que nunca podré alcanzar, y de quien jamás recibiré una felicitación. Me dolía acercarme a ti y ver cuán desilusionado estabas cada día de todo lo que yo hacía. Ahora comprendo que ese fue un error, porque te alejé
más de mí y de todo mi nuevo mundo; debería haber pedido tu ayuda y tú, con amor y sabiduría me habrías salvado a tiempo, pero no lo hice.

Luego apareciste feliz en mi vida. Nunca entenderé por qué recobraste la fe en mí, pero agradezco que lo hayas hecho, porque yo volví a creer en mí. Me demostraste que podía hacer cosas, que era capaz de aprender algo que jamás habría imaginado saber, me ayudaste, como ningún padre ha ayudado a sus hijos y me sacaste de mi error. Gracias a ti volví a tener la esperanza de que algún día las cosas fueran como antes.
Lamentablemente el daño en mí había sido tan grande que, al poco tiempo en que me dejabas, volvía a caer en errores, pero fue distinto, porque ahora tú me apoyabas; te desilusionabas, es cierto, pero te armabas de paciencia y me volvías a ayudar. Muchas veces te molestaste y me pediste te dijera si no quería más tu ayuda, mas yo era feliz si tú estabas junto a mí apoyándome, no importaba que no hiciera del todo bien las cosas, porque tú estabas conmigo y te emocionabas al ver mis progresos y aunque siempre me decías que yo podía ser mejor de lo que ya era, yo valoraba con todo mi corazón cada momento en que estabas junto a mí porque sentía que me querías de nuevo. Espero, dentro de poco, poder darte el orgullo de ser tu hija, volver a sentirme amada por ti de verdad. Poder sentir que me esperas cada tarde y me miras con otros ojos, con los que ahora vez a mis hermanos. En ese momento, dejaré de llorar por las noches y de pensar que fui un error para ti.


sábado, 8 de septiembre de 2007

¡Adiós!

A veces pienso que la vida es muy ingrata, que nos da la espalda, pero luego recuerdo que no es culpa suya, que su deber es seguir, a pesar de todo, avanzar siempre. La culpa es nuestra y de quienes nos acompañan, de los que hacen que en nuestras vidas existan bellos momentos y horribles escenas.
Ayer me enteré del fallacimiento de una mujer a la que, cuando niña, veía cada viernes por la noche en un programa de animales. Recuerdo sus respuestas, generalmente no acertadas y el hecho de que era la última con peluches de elefantitos en su aparador. No podría hablar de ella como la mujer que recuerdan hoy los diarios, una mujer directa, crítica y exitosa. Para mí, ella era una mujer como las demás, sin embargo, algo en todo esto me hace reflexionar: la forma en que murió. Hace algunos meses escuché en televisión del desceso de otro personaje exitoso en el pasado, no recuerdo su nombre, pero recuerdo que sus colegas de antaño hablaron con sorprendente culpa de lo sucedido. "No lo acompañé". "Hace mucho que no sabía nada de él" eran frases que escuchaba repetidamente. Estos seres iban a limpiar sus conciencias frente al ataúd de alguien que por años se sintió solo. Siento que ahora es lo mismo, y creo que seguirá siendo lo mismo.
Esa mujer ahora en un ataúd me hace pensar en lo que va a pasar. Al cerrar etapas, la gente se va, no llama, no visita, tú tampoco lo haces y te vas quedando solo. No quiero llegar a esa etapa en dónde lo único que conserve de la vida sean los pasillos de un asilo con enfermeras, donde no pueda entender lo importante que fui. No quiero sentir que todos se van y me quedo sola en un mundo cada día más grande. No quiero ser como aquella señora que murió sola, sin recordar lo bello que es un ver un atardecer frente al
mar.